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Tal cual, todos ellos estaban
privados de la vista.
Wagner, el mayor, seguido de
Edward y luego los gemelos, Jim y Louis. Los cuatro tenían los ojos lechosos, abiertos
como platos, fijos en el horizonte del día o de la noche.
Decir que eran sus hijos es tan
sólo un decir. El orfanato donde las criaturas se habían criado, había ardido
hasta los cimientos. Henry sólo pudo sacar a esos cuatro por pura suerte. A
veces, aún tenía pesadillas con aquella noche. Los gritos de los chicos le
quitaban el sueño, envolviéndolo en un frio sudor alrededor de su cuerpo. Y el
sólo pensar en que en lugar de sal hubiera fuego sobre su piel, hacía que
definitivamente no pensara en volver a dormir. Sus niños habían salido ilesos,
dentro de lo que cabía. Wagner y Louis habían nacido ciegos, pero Edward y Jim,
en un afán de escapar de las llamas y salvar a su hermano respectivamente, fueron
alcanzados por una explosión de las lámparas de aceite de sus dormitorios, con
tan mala suerte que unas minúsculas gotas de aquel líquido hirviendo, fueron a
aterrizar sobre la cara y ojos de los chicos. Poco a poco fueron perdiendo la
vista sin que Henry ni nadie pudieran hacer nada. Edward veía luces cuando una
lámpara estaba encendida cerca de él, así como el resplandor del día en el
exterior, decía. Y Jim, describía una especie de túnel del que nunca alcanzaba
el final, hubiese luces cerca de él o no. Wagner y Louis vivían en la perpetua
oscuridad, empleando luego su tiempo en enseñar a comprender a los otros dos el
mundo de las tinieblas.
Lo cierto era que ya no se
trataban de niños. Ni tampoco eran adultos. Habían pasado varios años desde el
incendio, pero de igual manera, necesitaban a Henry. Y él no estaba dispuesto a
abandonarles.
Se habían convertido en una
familia.
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